08 Jun
08Jun

El avión de Olympic Airlines tocó suelo rumano en medio de un aguacero que auguraba un temporal para el resto de los días. La humedad y el frío seco (uno de los más secos que había sentido jamás) se hacían sentir en cada paso que daba a medida que nos alejábamos, con los otros pasajeros, de la protectora manga del avión.

Luego de atravesar la imperiosa lluvia invernal recogí la valija y me dirigí hacia el sector de policía aeroportuaria, en el cual me esperaba una señora cincuentona con peinado muy a la moda de hacía dos décadas atrás y que se sorprendió notablemente cuando luego de preguntarme cuál era el motivo de mi estadía en Bucarest le exclamé: - Por turismo ( y ella anonadada intentó reafirmar mi respuesta diciéndome en inglés: -¿Por Turismo?)

El rumano es un idioma difícil. Mienten quienes dicen que hablando italiano se entiende rumano. Yo pasé cuatro años en las aulas de la Dante y en ningún momento y bajo ninguna circunstancia pude descifrar una sola palabra de las que se exhibían en carteles, formularios o publicidades. Incluso mentí cuando asentí con la cabeza quien sabe que frase dicha por la señora policía que se me presentaba como el calco de una de las actrices de Bucarest 12:08, película que ví varias veces antes de iniciar mi viaje al este europeo.

Teniendo en cuenta el mal tiempo y las pocas ganas de perderme en una ciudad que se presentaba como oscura y poco amigable para el turismo (para el cual definitivamente sus nativos aún hoy no están preparados) decidí subirme a un taxi que me llevara hasta el hotel que precavidamente había reservado unos días antes en una agencia turística de Atenas, la cual estaba regenteada por un agente griego casado con una rumana hacía mas de 15 años y que me prometió que el hotel en el cual me había hecho la reserva se encontraba en el “corazón de la movida de Bucarest”.

El chofer que me aguardaba adentro del vehículo no entendió ni media palabra de lo que le dije, y luego de tomar en sus manos la reserva en la cual figuraba la dirección del hotel, encendió el limpiaparabrisas y, como intentando cortar la lluvia torrencial, aumentó la velocidad a la vez que las luces del aeropuerto comenzaron a quedar cada vez más atrás. Pero extraña fue mi sorpresa cuando apenas recorridos escasos metros del aeropuerto, el hombre de rostro poco amigable que manejaba el taxi se paró frente a un edificio muy iluminado, con reminiscencias de motel americano (muy parecido a esos que salen en las road-movies en las que mujeres venturosas escapan de sus maridos buscando una ansiada libertad) y allí, bajo el aguacero frenético que no cesaba, me entregó la valija y se fugó velozmente sin poder siquiera preguntarle en qué bendito lugar de la capital me había dejado.

Sólo permanecí allí unos instantes, ya que desde dentro del moderno pero sobrio edificio salió un botones y me cubrió con un paraguas a la vez que otro empleado tomó mi maleta raudamente para quitarla de la copiosa lluvia que caía cada vez con más fuerza. Una vez adentro del hotel, y en virtud de tal recibimiento, me di cuenta de que algo no estaba bien en aquella escena en la cual había quedado como protagonista y que no entendía de que se trataba.

El recepcionista me pidió el pasaporte. Se lo dí. Corroboró los datos y me entregó -con una sonrisa mas que amable- una tarjeta con el número 115, exactamente el mismo número de habitación que figuraba en mi reserva. Apenas recibí la tarjeta, en un inglés totalmente improvisado, le pregunté si aquel lugar desolado era el centro de la ciudad de Bucarest, a lo que el empleado respondió que no, y que el centro de la ciudad se encontraba a nada menos que quince kilómetros de donde estábamos. Que no puede ser fue la primera respuesta que atiné a darle, e intenté explicarle que en Atenas, el empleado de la agencia me había hecho la reserva en un sitio de privilegio para que no tuviera que transitar por las “ajetreadas” calles bucarestinas las cuales , a la vista y los dichos de la mayoría de los europeos, son poco menos idénticas a cualquier reducto de la India o al peor de los barios de Estambul.

Ante mi cara de asombro, el empleado me explicó que seguramente había habido un error y que, al existir dos hoteles con el mismo nombre, el agente se había confundido y por eso hizo la reserva en el que estaba, al igual que la película, al este de la ciudad.

Con pocas posibilidades de que me hicieran un cambio de hotel y teniendo en cuenta de que en pocos minutos más el reloj marcaría la medianoche, tomé mi valija y me dirigí a la habitación que me habían consignado. Al llegar allí corrí las largas cortinas de gobelino blanco que enmarcaban los inmensos ventanales panorámicos y me quedé un largo rato observando como la lluvia se estrellaba sobre el pavimento roto de la entrada. 

Detrás de la arboleda, apenas visible entre la niebla y el vaho de humedad que producen las tormentas, las pequeñas e intermitentes luces de los radares del aeropuerto se encendían y apagaban como si se trataran de las luminarias que decoran los árboles de navidad. En ese mismo instante un avión se elevó soberbio en el aire y se perdió entre el espeso humo gris dejando a su paso una estela ruidosa que tardó unos minutos en disiparse.

Los viajes tienen esas cosas. Una vez mas la teoría de la imprevisión me hizo dar cuenta de que cuando de diagramación se habla, el viajero propone y el viaje dispone. Quizás por eso será que esa noche me entregué a un sueño reparadoramente confortante, mientras afuera, entre truenos y relámpagos fulgurantes, los aviones cruzaban el tormentoso cielo rumano intentando un arribo o buscando la ruta que los alejara de una de las tierras más extrañas y dicotómicas del este europeo.

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