Antes de llegar a México tenía muy claro cada uno de los objetivos que me había propuesto con el viaje. El primero de ellos era conocer el DF en profundidad y relacionarme con la mayor cantidad de obras de arte que pudiera (objetivo ambicioso si se tiene en cuenta la enorme cantidad de piezas que atesora el país como patrimonio). El otro tenía que ver con lograr un acercamiento a buena parte del legado histórico que le dio al país la esencia y el estilo que tanto lo diferencia del resto de Latinoamérica.
Y por último, el que sabía que tenía muy pocas posibilidades de cumplir -por no decir nulas- posibilidades de cumplir, y que no era otro que el de llegar lo más cerca que pudiera a algún miembro del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) razón por la cual decidí incluir unos días en San Cristóbal de las Casas antes de cruzar a Guatemala.
Aterricé en Ciudad de México el sábado 1 de julio de 2007, horas antes de la elección presidencial en la cual López Obrador y Felipe Calderón se disputaban el mandato de los próximos seis años y, con ellos, el futuro de los mexicanos. En ese momento yo decidí ir habituándome de a poco, tranquilo (puesto que el jet-lag suele hacer unos cuantos estragos en mí) y sobre todo por que sabía que hasta el lunes el país iba a estar paralizado votando y esperando el resultado de las elecciones.
De ese modo, ese domingo, bajo un sol abrasador y un Zócalo que bullía por los cuatro puntos cardinales hice de la plaza más grande de la ciudad mi lugar para pasar el día. Cuando estuve allí me pregunté cuándo tendría la posibilidad de volver a estar en una elección en México. De ser posible, para ello, debían pasar como mínimo seis años, y para un viajero, seis años, significan toda una vida así es que me dejé de hipotetizar y me dejé llevar por los personajes que cruzaban la plaza en toda su extensión.
Mujeres que vendían “chicharrones”, “Algodón de azúcar”, "paletas de colores" y otras tantas delicias –ninguna de ellas aptas para colesterolémicos, diabéticos o amantes del fitness- se mezclaban con la multitud que pacíficamente había ganado la plaza y que convivían perfectamente con indígenas que bailaban danzas aztecas ante los ojos de los ávidos turistas que gatillaban sin parar sus cámaras, payasos que alegraban a niños con diferentes animales hechos con globos de colores y algunas bandas independientes que le ponían acordes a una espera que se avecinaba como larga y agobiante.
Así es como llevado por los acordes de unas guitarras eléctricas y algunos cantos de mujer que no eran claramente lengua española me fui acercando al escenario que estaba estratégicamente ubicado frente a la Catedral del Zócalo y la histórica Calle de la Moneda. Antes de llegar allí me crucé con una pequeña camioneta blanca pintada con motivos a mano que representaban una verdadera muestra de arte improvisado o que bien podía maquillar cualquier paredón de esos en los que se plasman las más interesantes muestras de arte urbano.
Seguí caminando entre la masa que se mantenía debido al calor y al acercarme lo más que pude al escenario un escalofrío me recorrió la espalda. Frente a mí se encontraba una columna completa de miembros del EZLN que habían tomado los micrófonos del escenario y se dirigían al Parlamento en relación a la liberación de un grupo de compañeros detenidos en el pueblo de Atenco, cuando llevaban a cabo actividades relacionadas con el ejercito. En cuestión de segundos de una casilla ubicada en el escenario salió la Comandante Ramona (emblema del escuadrón femenino del ejército) y comenzó a hablar a la vez que era escudada por un soldado encapuchado que ocultaba su identidad con el clásico pasamontañas que tan famosos los hizo.
Realmente jamás pensé encontrarme con los zapatistas el primer día que llegara a la ciudad de México. Muchos me habían dicho que era imposible acceder a la selva Lacandona y que lo más cerca que se podía estar de ellos era yendo a San Cristóbal de las Casas o cualquier otra región del estado de Chiapas pero que tampoco era seguro, ya que no solían mostrarse en público y sólo lo hacían -por necesidad- en algunos sitios puntuales del Distrito Federal.
Ante tal golpe de suerte pensé que, cuando fuera a Chiapas, seguro podría establecer contacto con alguno de ellos y por que no hasta poder entablar alguna conversación digna de ser contada en un posteo para el blog. Pero lo cierto es que nada de eso pasó. Casi un mes después de haber estado recorriendo varias ciudades y pueblos del país, llegué a San Cristóbal de las Casas y jamás me volví a cruzar con uno solo de ellos, salvo los que abundaban en las pintadas callejeras, las postales, los libros de ensayos fotográficos, los videos documentales y las anécdotas que forman parte del colectivo imaginario del pueblo que los rememora y los construye a través de un relato digno de una fábula y que por momentos parece la representación de seres que habitan un espacio más mítico que real.
Esta pintada callejera se transformó en la única muestra que pude traerme de mi paso por Chiapas. La Lacandona parecía ser un sitio vetado para todo aquel que no era miembro de la comunidad indígena o parte interesada de la revolución planteada por ellos. Pero pese a volverme con un sentimiento de frustración o de melancolía por lo que pudo haber sucedido y en realidad no pasó, traté de capitalizar ese hecho para transformarlo en algo positivo. Por eso la última noche, antes de dejar San Cristóbal, escribí en mi cuaderno personal una reflexión acerca de la maravillosa imprevisibilidad de los viajes.
Aquel viaje había sido el mejor ejemplo de ello. En primer lugar había imaginado ver zapatistas en Chiapas, al final del recorrido y, en realidad, los ví al principio y en pleno corazón del Zócalo. Luego me había propuesto viajar hasta lo más cerca que estuviera de la Selva Lacandona y terminé en San Cristóbal de las Casas, viviendo una experiencia increíble que más adelante contaré. Indudablemente el hombre propone y Dios dispone, tal como lo dice el dicho popular. Y cuando de viajes se trata, la regla parece no hacer excepción.